Amurallada de corazón, otra noche más. La tristeza danza por las rendijas de mis intestinos, aun intentando purgarla cuando el silencio observa. Esta catarsis de cada domingo supura hasta consumirme, este hambre disuelto en ganas de vida, de tacto, de miradas que termina siempre apaciguado en el frío de un lugar vacío solo ocupado por mi sombra. Siempre llega puntual, esa bestia sin vida que dice ser yo. Me arreglo, me visto con mis mejores penas y dejo que me debore, célula a célula hasta que somos una. Es tan evidente, pero nadie ve. Nadie nunca (me) mira. Vomito flores que nacen en otros jardines lejos del mío. Aquí, tierra seca, un cementerio de emociones que solo yo vi nacer y morir. Ojalá descansar en paz, pero la vida sigue reclamándome. Los corazones de los otros son difusos, complejos. Paso mis horas estudiando su anatomía para poder encontrar la entrada. Me rompo los huesos día a día para entrar en ellos, para encontrar ese...
La gente pequeña es nómada de corazón. Vive en sus diminutas casas de papel y cada que el viento se levanta tiene que cambiar de hogar. La gente pequeña (diminuta, como una pulga), cargan con su corazón (enorme) a las espaldas y cada roce les hace daño. Se esconden en las hojas de té y se calientan con las velas encendidas de un hogar que nunca será suyo. En sus manos, raíces que nunca crecen. Nómadas por obligación. Esquivan pisadas y se disuelven en la voz de la gente grande. Tan tan alta que no los ven. Corren, gritan, lloran, pero la gente alta nunca baja la vista. Y saltan y saltan y saltan toda su vida, pero nunca lo suficientemente alto. Ellos solo quieren verse desde la mirada de otros, para dejar de sentirse unos extraños. Y vestirse de olores, como los de un hogar.