Quizás nunca se marchó, tal vez se escondió en algún callejón oscuro de mis nervios donde ya no paseaba. Puede que me vigilara; es decir, a la nueva yo. La yo que nació después de creer que ya había renacido mil veces antes, pero que sigue siendo la misma. (Esto último es un secreto que, si me cuentas, lloraré a los pies de un árbol para que en mi dolor resplandezca la vida). Seguramente aún huela a sangre oxidada, a humo de una hoguera que sigue ardiendo en mí. Se ha estado alimentando del silencio, del desgaste. Un parásito que vive de mí, que crece con cada rasguño, con cada atisbo de dolor. Vuelve a mí con los brazos abiertos. Yo lloro de miedo, pero corro hacia él. Ahí está de nuevo, el vacío. Viejo amigo.
Abrirme las entrañas y vomitar lo que hay en ellas: eso es escribir para mí. Las palabras se dibujan en esta tierra esparcida de la que nacen mis sentimientos; a veces árida, a veces húmeda. Camina de puntillas por ella y cierra con delicadeza al marcharte, cuidado con los cristales.