Ustedes no saben, no son capaces de ver. Ustedes no comprenden que en el mundo no hay hueco para mi cabeza enferma, al igual que en ella no queda espacio para el resto. En ella solo queda un bosque oscuro donde ya solo crece agonía y merodean serpientes como una soga que se mece sigilosa en el interior de mis pulmones y los acaricia, los tienta. Hay una gaviota sobrevolando en mi desierto, incapaz de encontrar ya escapatoria. Ni rastro de agua, ni rastro de salvación. Entierra sus alas en la arena, se mece con el viento pues la fuerza que impulsaba sus alas quedó enterrada así como lo hizo ella. Ha llegado. Invade mi cabeza como una plaga de termitas, mordisqueando lo que queda de luz. Siento a la muerte merodear a cada paso, sus frías manos me acarician y beben de mi sangre, sangre derramada que no encuentra final, un río que nunca desemboca en el mar con el resto de peces muertos en él. He sido tantas cosas en las que nunca me reflejé, yo solo fui un cactus creciendo...
Abrirme las entrañas y vomitar lo que hay en ellas: eso es escribir para mí. Las palabras se dibujan en esta tierra esparcida de la que nacen mis sentimientos; a veces árida, a veces húmeda. Camina de puntillas por ella y cierra con delicadeza al marcharte, cuidado con los cristales.