Ustedes no saben, no son capaces de ver. Ustedes no comprenden que en el mundo no hay hueco para mi cabeza enferma, al igual que en ella no queda espacio para el resto. En ella solo queda un bosque oscuro donde ya solo crece agonía y merodean serpientes como una soga que se mece sigilosa en el interior de mis pulmones y los acaricia, los tienta.
Hay una gaviota sobrevolando en mi desierto, incapaz de encontrar ya escapatoria. Ni rastro de agua, ni rastro de salvación. Entierra sus alas en la arena, se mece con el viento pues la fuerza que impulsaba sus alas quedó enterrada así como lo hizo ella.
Ha llegado. Invade mi cabeza como una plaga de termitas, mordisqueando lo que queda de luz. Siento a la muerte merodear a cada paso, sus frías manos me acarician y beben de mi sangre, sangre derramada que no encuentra final, un río que nunca desemboca en el mar con el resto de peces muertos en él.
He sido tantas cosas en las que nunca me reflejé, yo solo fui un cactus creciendo dentro de mi corazón, fui unas manos que estrangularon mi propia alma, fui el cuchillo que atravesó mi propia carne.
Déjenme decirles ahora que la vida me abandona, que fui aquella que tiñó el cielo de gris cada invierno y luchó por matar a la primavera, fui el ángel de la muerte asesinando a cada célula con esperanza en mí, náufraga en medio de todos ustedes. Yo alimenté al delirio y al llanto, yo fui la musa de lo imperfecto y lo odié por ello. Yo soy el susurro de los locos, la que baila desnuda junto a lo oscuro.
Yo me recosté junto a aves muertas para sentirme una igual, yo incendié mis alas y observé cómo me dolía. Fui yo la que me arrancó la vida como un hierbajo en medio de terreno seco.
Afuera escucho el mundo cantar, los idiotas balbucear y a los buenos callar, escucho la inocencia del no saber y el pesar de los cansados, escucho los chapoteos de quienes aprendieron a flotar y la agonía de los que como yo, se hunden como barcos abandonados por su capitán.
Los oigo, pero ya no los siento. No siento el sol ardiente en mí, no siento la risa, ni el cariño. Yo siento el pesar, yo siento el cantar suicida que suena en mi cabeza, yo siento a la niña jugando con la soga, yo siento los minutos como cuchillos, yo siento las flores muertas creciendo en mis párpados.
La tormenta llegó de nuevo y esta vez me arrastrará, quebrará cada hueso que hay en mí, arrancará cada nervio, lo dejará libre. No soy, no estoy, me desvanezco.
Hay una gaviota sobrevolando en mi desierto, incapaz de encontrar ya escapatoria. Ni rastro de agua, ni rastro de salvación. Entierra sus alas en la arena, se mece con el viento pues la fuerza que impulsaba sus alas quedó enterrada así como lo hizo ella.
Ha llegado. Invade mi cabeza como una plaga de termitas, mordisqueando lo que queda de luz. Siento a la muerte merodear a cada paso, sus frías manos me acarician y beben de mi sangre, sangre derramada que no encuentra final, un río que nunca desemboca en el mar con el resto de peces muertos en él.
He sido tantas cosas en las que nunca me reflejé, yo solo fui un cactus creciendo dentro de mi corazón, fui unas manos que estrangularon mi propia alma, fui el cuchillo que atravesó mi propia carne.
Déjenme decirles ahora que la vida me abandona, que fui aquella que tiñó el cielo de gris cada invierno y luchó por matar a la primavera, fui el ángel de la muerte asesinando a cada célula con esperanza en mí, náufraga en medio de todos ustedes. Yo alimenté al delirio y al llanto, yo fui la musa de lo imperfecto y lo odié por ello. Yo soy el susurro de los locos, la que baila desnuda junto a lo oscuro.
Yo me recosté junto a aves muertas para sentirme una igual, yo incendié mis alas y observé cómo me dolía. Fui yo la que me arrancó la vida como un hierbajo en medio de terreno seco.
Afuera escucho el mundo cantar, los idiotas balbucear y a los buenos callar, escucho la inocencia del no saber y el pesar de los cansados, escucho los chapoteos de quienes aprendieron a flotar y la agonía de los que como yo, se hunden como barcos abandonados por su capitán.
Los oigo, pero ya no los siento. No siento el sol ardiente en mí, no siento la risa, ni el cariño. Yo siento el pesar, yo siento el cantar suicida que suena en mi cabeza, yo siento a la niña jugando con la soga, yo siento los minutos como cuchillos, yo siento las flores muertas creciendo en mis párpados.
La tormenta llegó de nuevo y esta vez me arrastrará, quebrará cada hueso que hay en mí, arrancará cada nervio, lo dejará libre. No soy, no estoy, me desvanezco.
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