Amurallada de corazón, otra noche más.
La tristeza danza por las rendijas de mis intestinos, aun intentando purgarla cuando el silencio observa.
Esta catarsis de cada domingo supura hasta consumirme, este hambre disuelto en ganas de vida, de tacto, de miradas que termina siempre apaciguado en el frío de un lugar vacío solo ocupado por mi sombra.
Siempre llega puntual, esa bestia sin vida que dice ser yo.
Me arreglo, me visto con mis mejores penas y dejo que me debore, célula a célula hasta que somos una.
Es tan evidente, pero nadie ve. Nadie nunca (me) mira.
Vomito flores que nacen en otros jardines lejos del mío.
Aquí, tierra seca, un cementerio de emociones que solo yo vi nacer y morir.
Ojalá descansar en paz, pero la vida sigue reclamándome.
Los corazones de los otros son difusos, complejos. Paso mis horas estudiando su anatomía para poder encontrar la entrada.
Me rompo los huesos día a día para entrar en ellos, para encontrar ese espacio ansiado en la mirada de otro, pero sus palabras siguen sin hacer hueco a las mías. Siempe pequeñas, diminutas a su lado. Siempre impostada.
Yo, que solo busqué un espacio en el que refugiarme lejos de mi propia tormenta, termino siempre rendida ante la omnipresente soledad, recordándome una vez más que no fui hecha para ser amada, solo para amar.
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