Kuroi nació con una extraña condición: no era capaz de ver a las personas por los colores que todo el mundo percibía. Por ello, su cerebro tomaba a sus anchas toda una barra libre de arcoiris. Desde una piel color amarillo girasol hasta una roja sangre. Un lienzo donde plasmar para cada persona un color alternativo al que ellas mismas veían.
Sus padres, que sin ser detectives ya empezaban a sospechar que algo pasaba, no resolvieron el misterio hasta que, después de una larga espera, decidió (que no es lo mismo que aprender o costar) hablar. Leo, su padre, que pensaba que Kuroi era muda para cuando el momento llegó, festejó sus primeras palabras, también comprobando que su hija había decidido hablar todo lo que no lo había hecho durante el tiempo perdido.
Fue un día de ese entonces, en el que el cielo estaba nublado (incluso con nubes con forma de signo de interrogación) y con una bruma densa en el ambiente, que decidieron estar en casa viendo una película cuando Kuroi dijo que su mamá era azul como el vestido de una princesa y su padre rojo como una botella de ColaLola.
Al principio, tenía la mala costumbre de gritarle a cada uno el color en el que los veía. Aún recordaba a esa profesora de infantil. Color fresa. Pero no cualquier fresa. Similar a las fresas que compraba su tía en aquella vieja tienda junto a su casa. Una fresa un poco más dulce que cualquiera de las que ella había probado. Por eso las devoraba con ansias durante sus visitas. La profesora fresa, qué recuerdos.
O aquella amiga de sus primeros años de primaria, color naranja ácido. No como el de una puesta de sol de los días bonitos, quizás más parecido a la fruta que muerdes con anhelo y desesperación en busca de calidez, pero te abriga el horrible sentimiento de que seleccionaste la incorrecta. Un poco como ella.
El mundo para Kuroi era pintoresco y extraño a ojos de otros, manchado por las mismas preguntas que se repetían incesantes cada vez que alguien descubría su condición. Se imaginaba a esas preguntas color café. Café amargo de máquina que uno se toma en los días repetidos, más por costumbre que porque realmente lo disfrute.
Algunas veces, esas preguntas café, se habían atragantado más de la cuenta. Especialmente en los años de primaria e instituto, ya que, como bien decía Leo (su padre, no sé si lo recordarás), su hija una vez que comenzó a hablar nunca paró y decían las malas lenguas que a la muchacha le daba por responderte cuando la molestabas.
Así que, cuando Bea (este sí que no lo había dicho antes, seguro que eres lo suficientemente inteligente cómo para averiguar quién es) veía una llamada perdida del colegio, le temblaban hasta las palabras y tenía que agarrarse (melodramáticamente, ella siempre ha sido mucho de teatro) a algo. Ese algo, por suerte para él, a veces había sido Perro.
Perro, que no es un perro es un gato (gordo o entradito en carnes, si me preguntan), siempre se dejaba tocar por Bea y llevarse alguna que otra caricia extra en su atareada rutina de mañana: dormir tomando el sol en la terraza.
Mientras el gato disfrutaba de lo que para él era un masaje todo incluído de una hora en un spa (caricias en la cabeza y en el lomo durante 2 minutos), Bea ya se preparaba para escuchar la nueva pelea que había tenido su hija.
—¿Y nunca te has preguntado cómo se ve realmente?
— Mi realidad también es real, ¿no? por lo que estoy viendo realmente.
— Ya, pero su color no es ese, ves mal.
— Bueno quizás sí que lo sea y soy mejor que vosotros.
Así había comenzado la interesante conversación (según Kuroi, que no es la misma versión que daba el otro implicado) hasta que por algún extraño motivo, el chico, mayor que ella por dos años (la élite en el instituto, para que comprendas) se pilló un rebote y decidió hablar con su tutora.
—Cariño, es que la gente no se toma bien que les digas que eres mejor que ellos. —Kuroi, que no estaba muy por la labor de comprender y le gustaba más hablar, se quedó mirando al plato un buen rato.
—Empiezan ellos primero con sus preguntas tontas —Bea y Leo se miraron, ya un poco exasperados.
—Esto es por ponerle un nombre tan raro, si se hubiera llamado Laura iría mejor —Soltó Leo.
Solía ser su frase favorita para terminar la conversación y, normalmente, la gente la encontraba cómica, especialmente cuando la escuchaban por primera vez. Pero ella, que la vivía siempre, comenzaba a verse como un bufón en el espectáculo de su padre: las luces se apagaban y solo quedaba una apuntando hacia ella mientras las voces imaginarias del público gritaban bicho raro.
Esas palabras (rojo sangre, como cuando te caes con la bicicleta y te raspas la rodilla) se quedaban dando vueltas, como la rueda de la bicicleta en su cabeza, hasta que se caía en la cuesta imaginaria y se hacía sangre en su pensamiento.
A pesar del daño (que cuando se oxidaba, era color azul hielo), ella nunca mostraba sus heridas, pero se las imaginaba como sarpullidos en su cabeza y, claro, con el pelo no se veían. Y la niña que de normal no se callaba, de vez en cuando se quedaba muda. Ella decía que una serpiente se colocaba en su pecho y si hablaba, la mordería.
—¿Y la serpiente de qué color es cariño? —Le preguntaba su madre con paciencia.
—Pues verde, ¡de qué color va a ser!
Sin embargo, no te pienses ni por asomo que esa fue la última vez que llamaron a Bea. Pronto descubrió que a su hija le gustaba irritar cuando la irritaban (que solía ser siempre) y comenzó a verla como una bomba de relojería que enviaba sin temporizador a los sitios, sin saber cuándo iba a estallar. Para más adrenalina, con lo poco que le gustaban a ella los parques de atracciones.
La montaña de sucesos y alguna que otra piedra, transformaron la arena de la molestia en una pesada roca en el interior de Kuroi. A veces no podía moverse. Para ella, las personas que le provocaban esa inmovilidad eran Personas Piedra y solía verlas en colores tierra, pero no brillantes o cálidos, sino desgastados.
Una de esas Personas Piedra o bestias inmovilizantes (este último término solo lo usaba cuando estaba de malhumor) era la dichosa niña que veraneaba frente a ellos en la playa. A Kuroi no le gustaba su forma de reírse y siempre llevaba una trenza rara hecha, pero lo que más la enfadaba era que repetía las mismas preguntas y ni se molestaba en cambiarlas un poco.
—¿Siempre nos ves igual? —Esa era la pregunta café más repetida y a ella le gustaba echarle un poco de cuento (o azúcar).
—No, claro que no. La vida, el tiempo mismo, hace que mis pensamientos muden de piel y los vuestros también. No hay una opinión estática. Toda yo se disuelve poco a poco mientras tenemos esta conversación hasta que de mí solo quede un charco. Mañana mismo te veré diferente porque ya no seremos las mismas tú y yo que estamos aquí hablando, ¿no es curioso?
—No tonta, me refiero a los colores.
—Ah, claro, ¿por qué ibáis a cambiar de color?
—¿Y de qué color soy?
—Verde
—¡Qué bonito!
—Pero más bien como un verde alga, así como ennegrecido. Esas algas que se te enredan en los pies y te estropean los días de playa.
Después de aquello, no volvió a saludarla. Al día siguiente, Kuroi se encontró con un montón de algas en su puerta. Bea la vio coger una de ellas y, por algún extraño motivo, dicen que la guarda hasta el día de hoy, escondida entre los huesos de su antigua habitación donde ya solo es visitada por el paso del tiempo.
No es que no le gustara que le preguntaran por su condición (eso siempre la había hecho sentir que era un hada con poderes), era la mirada de extrañeza, asco, miedo o todo mezclado que acompañaba en muchas ocasiones a las preguntas. Y es que, por si aún no te habías dado cuenta, desviarte de lo establecido siempre hará que te vean como si fueras una oveja en moto en medio de la autovía (que estos casos se dan, yo los he visto).
Esas miradas se sentían como si la tumbaran en una camilla y la diseccionaran, eligiendo qué partes de ella eran adecuadas y cuáles debían cambiarse (eliminarse, destruir, odiar). Su mejor amiga, amarillo amanecer, siempre le decía que no solo le ocurría a ella, que era una condición inmanente de vivir y que a veces eran ellas las que tomaban el bisturí.
Claro que cuando una toma el bisturí, casi nunca es del todo consciente y siempre negará que quiere al otro a parches, remendado y con las partes que no le gustan debajo de la camilla. Hasta que se hace de noche y esas sombras salen de debajo, como monstruos, para ahuyentar al amor cobarde.
Esto no llegó a comprenderlo bien hasta mucho más tarde, cuando el color amargo del mundo la hizo enmudecer algunos trozos de ella misma, como miembros fantasma.
—Con lo habladora que tú eras —Se quejó una vez Leo, porque su hija ya no respondía a las bromas y parecía que se había vuelto muda—. La gente que no habla tampoco cae bien.
Ese siempre era el tema: la gente, los otros, ¿qué les gustaba a ellos? ¿qué pensarían ellos de su ropa, su peinado, su voz? ¿caminaba raro, debía cambiar eso? antes hablaba mucho y era molesto, ¿también callar? ¿qué querían de ella? ¿desde cuándo eso era lo que importaba?
Su primer amor, gris pizarra (esas de clase, desgastadas, que ya no hay forma de limpiarlas bien), nunca llegó a comprenderla. Tenía una colección a piezas de Kuroi y el resto de partes, quedaron enterradas en su propio corazón.
—No es justo que yo sea de ese color y tu amiga sea como un amanecer, tiene que ser culpa tuya.
—Claro, quizás en la nueva colección de otoño se cambien los colores y puedas lucir un bonito color, ¿cuál quieres?
A él no le gustaba el sarcasmo, más bien era un enemigo declarado de él y ella era la reina. Si hubiera una bandera, ella saldría en ella. Tampoco le gustaba Perro y mucho menos que Perro no fuera un perro. Ni la risa extraña que le nacía a ella cuando estaba en confianza. Y cuando hablaba demasiado desconectaba. Quizás, llegó a pensar, todo lo que hay es esto, construirme y reconstruirme a sus medidas, a sus piezas.
Eso la hacía sentir como un campo de flores cubierto de nieve o una margarita solo con los pétalos complacientes que había guardado en sus raíces todos los demás. Un animal domesticado, que disfrutaba de sus caricias diarias y después se iba a jugar él solo porque nadie tenía la energía para pasar más tiempo a su lado.
—Eres demasiado sensible, como tu madre.
Así que se comió a la sensibilidad, pero fue un error. Como si al haberlo hecho, se hubiese quedado para siempre en sus huesos. Peor. En su corazón. Quizás fue eso lo que hizo que se fuera o, quizás, que el lenguaje de sus labios no era el mismo. Besarse con él era presenciar una lucha entre dos corazones completamente opuestos, una guerra en contra del amor.
Ahí se dio cuenta de que siempre tuvo el bisturí en la mano. Desde entonces, comenzó a buscarlo. Solía camuflarse en palabras suaves y pomposas, color algodón de azúcar. Resultaba incluso más difícil verlo en ella misma, pero a veces lo descubría patinando en sus pensamientos, haciendo pequeños cortes.
—No quiero que me acepten mutilada —Se decía en multitud de ocasiones—. Quiero que me quieran viva e íntegra. Con mis colores, mis formas, mis mariposas y gusanos.
—Eso es muy complicado. —le decían todos.
Era ese mundo de color lo que le recordaba que era distinta cada vez que abría los ojos y a la vez lo que le gustaba de ella. Como su risa o su forma de pensar. Los otros habían intentado arrancar con uñas y dientes lo que había grabado a fuego en su interior y, para ser justos, ella también lo había hecho con ellos.
Pero si Kuroi podía luchar contra ese pensamiento (violeta, como un moretón), el resto también podía hacerlo. Y lo hacía, claro que muchos no colaboraban, pero aprendiendo a buscar, encontraba gente con la misma mirada que la suya. Con la que ser y estar.
Llegaron, poco a poco, como una pequeña caricia del viento en un día caluroso. Esas personas que habían aprendido a entrecerrar los ojos e incluso cerrarlos para aprender a ver. Y ella comenzó a sentirse completa de nuevo, no un miembro fantasma, no rota, no a parches. Sí con voz, no muda.
Entre la marea, también apareció ese chico, verde, como la hierba fresca en primavera y le hizo una pregunta, que sorprendentemente nadie antes le había hecho.
—¿Y tú de qué color te ves?
Kuroi sonrió antes de responder.
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