Tú, niña reloj de arena que se rompe y araña al mundo. Tú, estatua de sal. Tú, con tus diecisiete años que miras y no ves nada, que respiras y absorbes toda la tristeza. Tú, pequeña muñeca de muñecas rotas, que en ti hay saliva que escuece como ácido en los ojos y no te deja llover sobre heridas.
Tú, pequeña mártir, que lo escondes como un secreto sádico que siempre acecha en la punta de tu lengua, como serpiente sigilosa capaz de morder y envenenarte. Y qué dolor, qué herida, qué sangre.
Tú, que tienes vida pero lo desconoces, no sabes, no ves. Tú, niña ciega del corazón y sorda de alegría, que caminas en el pasado con la verdad oculta de que nunca hallarás un futuro. Y te escondes entre los escombros, jugueteas con la noche donde esparces tu sangre entre los acantilados y bailas sinuosa entre fantasmas.
Mírate; qué destrozo, qué delirio, qué rota. Tú, que aullaste en silencio a la cordura, que te revolcaste desnuda sobre mil y una garras de la noche, que paseaste a punta de navaja entre el mundo. Tú, niña de cenizas, muñeca de trapo, con el cabello lleno de nidos de pájaros que te picotean hasta hacerte sangrar, con tu vestido de seda lleno malos presagios.
Tú, niña de cera, que te derrites con el calor de un amor, pero nadie lo sabe. Y no acudieron a tu funeral, aunque todos te vieron morir y te quemaron viva. Mírate, niña cadáver, que paseas entre ellos y no lo ven y te haces un torniquete con su indiferencia y lo intentas una vez más.
Tus diecisiete años que no son nada, tus años que se esparcen con el resto de tus cenizas. Y te miras a los ojos, pero no dicen nada y te muerdes los labios, pero se resquebrajan y te sabes deshecha, te sabes fantasma, te sabes final.
Así que huyes y en tu cuello quedan marcas de las veces que intentaste acabar con la tristeza. Pero te sabes fénix, niña de cenizas, pájaro de fuego. Y te dejas arder, te dejas morir y vivir y morir y de nuevo vivir una y otra vez, ya incapaz de distinguir ese hilo fino que separa una de otra. Y el mundo dicta que ahora tienes dieciocho, pero para ti no tienes nada, no tienes posesión de tu vida.
Pero encuentras una llama y la sigues y arañas a las sombras y trepas por tu enredadera y sales de la ciudad maldita y descubres un camino que no lleva al dolor. Y te extrañas, la niña triste llora y se mece y está confusa, pero nadie la ve, siguen sin verla, pero le da igual. Y atrapas a una luciérnaga y la llamas girasol, y esparces las cenizas de quien fuiste y no miras atrás.
Y caminas y caminas y caminas. Y vuelas.
Aquel año que duró un siglo no fue más que el comienzo de la primera vida de un gato.
Tú, pequeña mártir, que lo escondes como un secreto sádico que siempre acecha en la punta de tu lengua, como serpiente sigilosa capaz de morder y envenenarte. Y qué dolor, qué herida, qué sangre.
Tú, que tienes vida pero lo desconoces, no sabes, no ves. Tú, niña ciega del corazón y sorda de alegría, que caminas en el pasado con la verdad oculta de que nunca hallarás un futuro. Y te escondes entre los escombros, jugueteas con la noche donde esparces tu sangre entre los acantilados y bailas sinuosa entre fantasmas.
Mírate; qué destrozo, qué delirio, qué rota. Tú, que aullaste en silencio a la cordura, que te revolcaste desnuda sobre mil y una garras de la noche, que paseaste a punta de navaja entre el mundo. Tú, niña de cenizas, muñeca de trapo, con el cabello lleno de nidos de pájaros que te picotean hasta hacerte sangrar, con tu vestido de seda lleno malos presagios.
Tú, niña de cera, que te derrites con el calor de un amor, pero nadie lo sabe. Y no acudieron a tu funeral, aunque todos te vieron morir y te quemaron viva. Mírate, niña cadáver, que paseas entre ellos y no lo ven y te haces un torniquete con su indiferencia y lo intentas una vez más.
Tus diecisiete años que no son nada, tus años que se esparcen con el resto de tus cenizas. Y te miras a los ojos, pero no dicen nada y te muerdes los labios, pero se resquebrajan y te sabes deshecha, te sabes fantasma, te sabes final.
Así que huyes y en tu cuello quedan marcas de las veces que intentaste acabar con la tristeza. Pero te sabes fénix, niña de cenizas, pájaro de fuego. Y te dejas arder, te dejas morir y vivir y morir y de nuevo vivir una y otra vez, ya incapaz de distinguir ese hilo fino que separa una de otra. Y el mundo dicta que ahora tienes dieciocho, pero para ti no tienes nada, no tienes posesión de tu vida.
Pero encuentras una llama y la sigues y arañas a las sombras y trepas por tu enredadera y sales de la ciudad maldita y descubres un camino que no lleva al dolor. Y te extrañas, la niña triste llora y se mece y está confusa, pero nadie la ve, siguen sin verla, pero le da igual. Y atrapas a una luciérnaga y la llamas girasol, y esparces las cenizas de quien fuiste y no miras atrás.
Y caminas y caminas y caminas. Y vuelas.
Aquel año que duró un siglo no fue más que el comienzo de la primera vida de un gato.
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